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El hastío de lo cotidiano

Publicado: 2010-11-03

Louis Pauwels decía que las épocas de crisis son las mejores, porque obligan a las personas a dar lo mejor de sí y a enfocarse en lo realmente importante. Aunque la palabra crisis está siempre muy presente, la mejor manera de darse cuenta de que no hay una crisis es cuando la sociedad empieza a ocuparse de trivialidades. Mario Vargas Llosa acaba de anunciar que su próximo libro será, entre otras cosas, un análisis de la relevancia de lo superfluo, un fenómeno cultural muy reciente. Pero no es el único que ha notado este peculiar aspecto de nuestra realidad social. He estado leyendo varios artículos que ya han empezado a estudiarlo. Me gustaría comentar algo de eso, revisando unos antecedentes recientes.

Mi generación apareció en la crisis de los 70 y se fraguó en la de los 80. El panorama que nos dejó la dictadura militar de Velasco Alvarado fue la de una crisis total. Éramos un país andino que importaba papas de Holanda, porque el agro estaba en la miseria más espantosa. Los campesinos tomaban por oleadas los arenales de la capital, al sur y al norte, haciendo de la invasión de tierras el acto social más típico de la época. La mayor obra de Velasco Alvarado fue la creación de Villa El Salvador para acoger a los invasores, pero estas siguieron creciendo como una mancha que empezó a cubrir todos los contornos de Lima, asfixiando a la ciudad. Por su parte, la prensa luchaba por la libertad y la democracia, los periodistas se ocupaban de la política económica preocupados por las estatizaciones y confiscaciones, por el abuso del poder, por la crisis social de valores desatada por las políticas de izquierda, con su prédica de lucha de clases y la división de los peruanos entre buenos y malos. Teníamos que hacer cola para comprar los productos de la canasta básica. La familia entera hacía cola porque los productos estaban racionados. Vivíamos como en Cuba. Esa fue la crisis de los 70.

Muchos se fueron del país y comenzaron a formar las colonias peruanas en el extranjero. Quienes nos quedamos enfrentamos la crisis de los 80. Como un país tocado por la maldición, surgió el extremismo de la izquierda y el terrorismo más cruel de la historia. El gobierno izquierdista de Alan García, versión 85, terminó de liquidar lo que quedaba del país. En 1990 los precios subían todos los días. La primera señal de la hiperinflación fue cuando las monedas desaparecieron porque las empleaban para fabricar huachas. Luego las empresas daban aumentos cada vez más seguido. Al final era cada semana, y se pagaba semanalmente porque esperar 15 días o un mes para cobrar era demasiado, pues el dinero perdía todo su valor. Así que cobrábamos todos los viernes como adelanto, porque no sabíamos de cuántos millones sería nuestro sueldo a fin de mes. Los billetes eran de millones. Se utilizaban tantos billetes para pagar que un día faltó papel moneda y el Banco Central emitió cheques de gerencia, de aceptación forzosa. No existía el crédito, pues era imposible calcular una tasa de interés. Tampoco era posible hacer presupuestos. Los dígitos en las computadoras quedaron chicos para contener las cifras. El gobierno ordenó quitar tres dígitos para salvar la situación. Se pasó del inti al inti-millón.  Mientras tanto las bombas de Sendero Luminoso seguían explotando, los apagones eran constantes y los generadores eléctricos se vendían más que las refrigeradoras.

Así llegó el fujishock. Fue como si una bomba atómica hubiese caído en la ciudad. Al día siguiente los precios se habían multiplicado por 500. Todos nos volvimos unos misios de la noche a la mañana, hablando literalmente. Nadie sabía lo que costaban las cosas. La gente deambulaba sin tener la menor idea de lo que iba a hacer, de lo que podía comprar y lo que podía vender.

Después de todo eso, tan solo hemos tenido crisis políticas, convertidas en show mediático. Nada ni remotamente parecido a lo vivido en los 70 y 80. Así que bien podemos decir que las últimas generaciones no saben absolutamente nada de lo que es vivir una crisis. La consecuencia de esto es que la trivialidad ha cobrado vigencia. Hoy la fatuidad marca la norma. Empecé a darme cuenta a principios del 2000, cuando aún era un subscriptor de El Comercio y estaba inscrito en el Panel de Lectores. De pronto empezaron a llamarme tan solo para preguntarme por el cuerpo “C” del diario, luego llamado “Luces”. Siempre les respondía que no me ocupaba de esa parte del diario, hasta que un día le pedí a la señorita que si solo me iban a preguntar por el cuerpo “C”, mejor me retiren de su lista. Así me libré de las llamadas, pero luego llegaron otras señales.

Un domingo descubrimos que "El Comercio" había transformado el suplemento cultural en un folletín colorido que contenía retazos de notitas sobre puras frivolidades del mundo del espectáculo. Algunas columnitas escritas por señoritas que no tenían la menor idea de lo que escribían, pero que lo decían con mucha gracia y soltura. Así empezó la decadencia del decano. Fue cuando decidí abandonar los diarios. Pero todavía años después llegaría la última maravilla de la prensa peruana: “El Trome”. Eso ya era como tirarle basura a los cerdos, una práctica que empezó con Montesinos pero que El Comercio la convirtió en virtud periodística. Así fue como la prensa carroñera tuvo su medio oficial.

Aunque ya hace varios años que también decidí abandonar los noticieros y hasta la televisión peruana en su totalidad, no puedo evitar caer de vez en cuando en su visión. Es increíble ver hasta qué punto la nada ha cobrado relevancia. Un don nadie mata a otro don nadie y el hecho ocupa más de diez minutos en todos los noticieros del día, con transmisión en vivo desde “el lugar de los hechos”, para mostrar el lugar exacto en el que el sujeto fue acuchillado, y señalar las manchas de sangre que aun se distinguen sobre el pavimento. Pero eso no queda allí, porque al día siguiente la transmisión en vivo continúa desde la humilde vivienda en que se velan los restos del sujeto, con primer plano de la madre llorosa y entrevista obligada del reportero que le acerca el micrófono para hacerle la pregunta más estúpida del siglo:

- Señora: ¿qué le pediría usted a la justicia?

El fútbol peruano es menos que la nada hoy en día. Pero nunca la prensa se ha ocupado tanto de él. No solo de los partidos que se juegan, pues resulta que hoy es noticia incluso las declaraciones de un jugador. ¿Desde cuándo importa lo que opinan los futbolistas? ¿Alguna vez un futbolista ha sabido hacer algo más que balbucear una respuesta? Pero las hazañas periodísticas se cubren desde al mismo borde del campo. Apenas concluido el irrelevante encuentro se busca al futbolista para hacerle otra de las preguntas más idiotas de la prensa:

- ¿Qué significa este triunfo?

La prensa en general está hoy dedicada al culto de lo superficial. Las cantidades de noticias que cubren lo irrelevante desaniman a cualquier persona de coger un diario, especialmente a los que alguna vez conocimos lo que era prensa de verdad. Hoy un mensaje en la cuenta de Twitter de un artista se convierte en noticia. ¿Cuál es el concepto de noticia que se maneja en estos días?

Todo esto me hace extrañar un poco aquellos días de crisis. Creo que solo por eso soy capaz de votar por Ollanta Humala, a ver si nos regresa al infierno, ya que es adorador de Velasco Alvarado. Un triunfo de Ollanta Humala creo que nos despertaría de la modorra diaria en que vivimos sumergidos. A ver si confisca los diarios y reordena la línea noticiosa de toda la prensa. Sería interesante solo para cambiar este paisaje insulso que tenemos hoy.


Escrito por

Dante Bobadilla Ramírez

Psicólogo cognitivo, derecha liberal. Ateo, agnóstico y escéptico.


Publicado en

En busca del tiempo perdido

Comentarios sobre el acontecer político nacional y otros temas de interés social