#ElPerúQueQueremos

La narcocultura de ayer y hoy

Publicado: 2010-12-25

El narcotráfico no es nuevo y, por consiguiente, la narcocultura tampoco. Sin embargo es un concepto que ha adquirido nuevos ribetes en el presente debido a su amplitud y aceptación general. Hoy se tiene una narcomúsica, una narcoliteratura y hasta narcotelenovelas, que le han otorgado al concepto de narcocultura una dimensión más amplia. Ya hemos tenido ocasión de ver narcociudades. En algún momento Panamá llegó a ser un narcoestado, bajo las botas de Noriega. Así que probablemente el asunto siga creciendo. Pero como dije, no es nuevo.

En mis días de adolescente, y hasta los primeros años de juventud, conocí de cerca una especie de narcocultura. En el barrio, alrededor de un parque, teníamos dos muestras de la narcocultura. En una esquina vivía un general de la entonces Policía de Investigaciones del Perú (PIP), jefazo antinarcos de una zona clave de la selva. En la otra esquina había un edificio de cuatro pisos, propiedad de una familia de charapas dedicados al narcotráfico. Eso lo sabía todo el mundo. Ya habían tenido problemas con la ley. De modo que ese escenario fue la base de mi experiencia con la narcocultura. En ambos lados del parque teníamos amigos y dos mundos totalmente diferentes a los nuestros.

La primera vez que entré a la casa del Zurdo, el hijo mayor del General PIP, quedé deslumbrado por el lujo. Las columnas estaban forradas de oro, había esculturas de cristal, fuentes de agua esculpidas en mármol, adornos de todo tipo, desde jarrones chinos hasta cerámica griega. El baño de visitas era de mármol negro y tenía los accesorios más lujosos que jamás volví a ver. En la cochera se podía ver la Bronco del General y las motos del Zurdo y su hermana. Ellos pasaban las vacaciones en Cancún, Europa o cualquier lugar del mundo, y de regreso hacían una fiesta para mostrarnos sus fotos y souvenirs. Pero eran antipáticos y creídos.

En cambio los charapas eran más sencillos. Denis y Lucho competían por ganarse a los chicos del barrio para salir a divertirse. Uno tenía un Ford Mercury blanco con techo rojo, y el otro, un Toyota Celica muy de moda, rojo con techo negro. Salir con cualquiera de ellos significaba, por ejemplo, perderse por la Herradura para tomar y comer en cada restaurante, desde el primero al último, todo por cuenta del Charapa. Al atardecer nos llevaba a su lugar favorito, un Night Club en San Isidro, repleto de mujeres hermosas que parecían salidas del catálogo de Victoria's Secrets, donde era recibido como rey. Nuevamente teníamos trago y mujeres a nuestra disposición, y todo a cuenta del Charapa. Terminábamos exhaustos y hambrientos en algún café bar, por ejemplo en el Marcantonio, escuchando a un pianista virtuoso que alegraba la madrugada y observando, tras el vidrio, salir a las últimas mujeres del Géminis.

En el edificio de los charapas había una panadería que, según decían, era su pantalla. En el sótano tenían un almacén, en el que un día pude ver, entre sacos de harina, enormes fardos de marihuana. Pero nunca pregunté. Tampoco fui uno de sus amigos que digamos, ya que nunca fui un excelente compañero de farras. Lo que más recuerdo de ellos ocurrió en un año nuevo. Hicimos una fiesta en casa de Don Tomás, un directivo de nuestro club de barrio. Había tanta gente que Don Tomás mandó cerrar las rejas para que nadie más entrara. Al cabo de un rato le avisaron que alguien lo buscaba afuera. No quiso salir. Mandó decir que ya no había más espacio y que el ingreso se había cerrado. Pero volvieron a insistir.

Don Tomás salió algo airado a decirle personalmente al insolente que no había más espacio. Encontró al Charapa Denis que le preguntó cuánto costaba la tarjeta. "La tarjeta vale diez soles, dijo Don Tomás, pero ya no hay más espacio". El flaco Denis le dijo que solo eran él y su chica, y que le pagaría cien soles por tarjeta si los dejaba pasar. Don Tomás le explicó que no lo hacía por el dinero sino porque ya había dado esa orden y no podía romperla. "Mira cuántos chicos hay a tu rededor esperando entrar", le dijo. Al flaco Denis no le importó, los demás no existían. Entonces hizo otra oferta: mil soles por tarjeta y seis cajas de cerveza. Don Tomás se rió con algo de esfuerzo. "No hace falta más cerveza, hijo, comprende, por favor, esta es mi casa y tengo que velar por ella". El flaco Denis lo miró con aburrimiento y le hizo su última oferta: "te compro tu casa", le dijo. "¿Cuánto pides por ella? Aprovecha". Don Tomás había empezado a reírse, pero cuando vio la cara de resolución que tenía Denis, contuvo la risa y se puso serio. No recuerdo haber visto a Don Tomás en otra escena de incertidumbre total como en aquella noche. Y esa imagen de poder absoluto que exhalaban los charapas tampoco volví a verla jamás. Es una imagen que se me quedó grabada en la mente como símbolo de esa narcocultura.

El General PIP pasó al retiró y se quedó con toda su riqueza mal habida. No sé que sería del Zurdo porque cada vez se fue alejando más del barrio y a nadie nos importó, pues eran pesaditos. Los charapas desaparecieron también. Uno fue capturado y cumplió condena. Denis fugó a los EEUU llevándose a Gaby, la chica más bella del barrio. La hermana menor de los charapas se quedó como dueña de todo, y prefirió dejar que los autos se oxidaran en la cochera. Ella se compró una Bronco 4X4  con la que le encantaba ir a su casa de Punta Negra a manejarla por la arena. La narcocultura dejó a la larga la moda de las camionetas rurales 4X4, las fiestas con bandas, estrellas y modelos de moda, y la extravagante fastuosidad de su estilo de vida. Además de instituir la corrupción como mecanismo de articulación social.

La parte más desgraciada de la historia fue que como producto de esa cultura de la cocaina, media generación acabó con el cerebro carcomido. Algunos murieron en la adicción, luego de unos penosos años de sufrimiento familiar. Otros quedaron idiotas para siempre. La cocaina nos privó de mucha gente valiosa. Recuerdo a un amigo a quien admiraba por su inteligencia y cultura, y que pudo ser un tribuno del Derecho en el Perú, pero que acabó balbuceando las palabras. La última vez que lo vi estaba como Secretario General de un conocido partido político, y apenas articulaba frases coherentes. No era ni la sombra del muchacho brillante que conocí. A otro lo vi como abogado de un famoso terrorista, y César Hildebrandt barrió el piso con él en una penosa entrevista. Después de ver a tanta gente valiosa convertida en una inmundicia humana, no se puede estar a favor de legalizar la droga, por mucho que le demos vueltas a esa propuesta. La droga envicia, idiotiza y mata. Mientras tanto, envilece a toda la sociedad, denigra a los jóvenes y corrompe el poder.


Escrito por

Dante Bobadilla Ramírez

Psicólogo cognitivo, derecha liberal. Ateo, agnóstico y escéptico.


Publicado en

En busca del tiempo perdido

Comentarios sobre el acontecer político nacional y otros temas de interés social