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Un comandante en la presidencia

Publicado: 2011-04-10

En la destartalada democracia peruana ha ocurrido de todo. En especial, amotinamientos militares. Y estos no se limitaron a generales, pues acá realmente se han levantado contra la autoridad establecida desde cabos y sargentos hasta comandantes. En la curiosa historia de la República del Perú, hay infinidad de episodios dignos de película. Algunas de ellas incluso para comedias del tipo de los tres chiflados. Pero por desgracia, los historiadores han sido siempre gente muy seria y le han otorgado a nuestra historia un falso aire de solemnidad que aburre. La historia de nuestro país no siempre ha sido tan seria. En verdad es una tragicomedia.

La primera vez que un comandante llegó a la presidencia fue en 1930, cuando el comandante Luis Miguel Sánchez Cerro se sublevó contra el gobierno de Augusto B. Leguía desde la ciudad de Arequipa. Lo cierto es que no era una gran cosa que un comandante se sublevara en el Perú. La vida política era tan caótica que las revueltas nunca dejaron de ser cotidianas desde los inicios de la República. Pero Sánchez Cerro tuvo un gran elemento a su favor: un excelente manifiesto político. Eso le cambió la vida y modificó la historia.

El manifiesto de Sánchez Cerro había sido redactado por José Luis Bustamante y Rivero. Fue una clara muestra de que el verbo puede ser un arma letal. Una proclama bien escrita resultó más efectiva que un regimiento de tanques. El manifiesto era claro, simple y directo. Fue la clave del éxito de este desconocido comandante.

Augusto B. Leguía tenía ya once años de gobierno y no lo hizo mal. La lista de obras que Leguía realizó llenan varias páginas. Dirigió un período de transformaciones vitales para Lima y el país. Por ejemplo, inició la construcción de la red vial con carreteras de verdad y dotó a la ciudad de Lima con una novedosa red de agua y desagüe y modernas avenidas. Sería muy extenso mencionar todas las obras de Leguía, tanto en infraestructura como en organización de la vida pública. Por ejemplo, solucionó los problemas limítrofes. Lo cierto es que Leguía logró un prestigio internacional que no ha vuelto a tener ningún presidente peruano. Es el único peruano que ha aparecido en la carátula de Time. Creo que eso lo dice todo.

Sin embargo, el ruido político ha sido siempre el mismo en el Perú. Peruano que no se queja no es peruano. A Leguía le hacían revueltas callejeras por cojudeces como la consagración del Perú al Sagrado Corazón de Jesús, un acto meramente simbólico sin ninguna importancia. El Perú ha sido siempre una tierra de disconformes quejosos, confabuladores y revolucionarios profetas del cielo y del paraíso.  Cuando el 22 de agosto de 1930 el comandante Sánchez Cerro se sublevó dando a conocer su proclama, en Lima nadie lo tomó en serio. Era un simple comandante y estaba lejos. La vida siguió con normalidad. Al día siguiente las noticias del levantamiento corrieron por todo Lima, y la proclama se oyó en las radios que habían iniciado sus primeras transmisiones en el Perú. Sin embargo, Leguía se encogió de hombros y se fue al hipódromo de Santa Beatriz, que hoy es el Campo de Marte.

Al salir del hipódromo Leguía escuchó una silbatina del público que le llamó la atención. Estaba acostumbrado a las adulaciones. Lo habían llamado el Júpiter, el Wiracocha. Hasta el embajador de los EEUU lo llamó el Titán del Pacífico. Pero ahora lo pifiaban. Llegó a Palacio preocupado y pensó que las cosas se arreglarían cambiando a su gabinete. Por si las moscas, llamó a los generales del Ejército a conformar su nuevo gabinete. Una jugada maestra. Los generales sacarían la cara por el régimen.

Pero el efecto del manifiesto de Arequipa fue que la gente tuvo una serie de nuevos argumentos muy concretos en contra del gobierno. La verdad es que son las mismas cosas que estamos acostumbrados a leer en la política peruana, las mismas críticas a la corrupción, el despilfarro de recursos, etc. Por ejemplo, leamos estos extractos de aquel manifiesto:

"Como digno remate de esta serie de ignominias, acaba de ofrecer al extranjero, con nuestras zonas petroleras no solo una de las pocas y privilegiadas riquezas que aun nos quedan, sino lo que es peor, el ahondamiento del vasallaje económico que dista apenas un paso del vasallaje político".

"¿Acaso se permite hoy en el Perú la libre expresión de las ideas? No. Los órganos de prensa se encuentran amordazados o envilecidos porque el gobierno los ha convertido en voceros parcializados de sus actos...".

Como se ve, la historia se repite en el Perú. No una sino muchas veces. Los modernos conspiradores y subversivos de hoy podrían volver a utilizar el manifiesto de Sánchez Cerro, sin ningún problema. De hecho, son casi los mismos argumentos de Ollanta Humala.

El 25 de agosto las inquietudes de los generales en Lima crecieron. Le mandaron decir al comandante que ellos se iban a hacer cargo de la situación. Que se calmara. Pero no contaron con que el manifiesto de Arequipa había tenido efectos entre la población. La gente quería conocer a ese líder y quería seguirlo. Nadie sabía que el texto de la proclama era de José Luis Bustamante y Rivero. Todos creyeron que ese magnífico estadista que criticaba al gobierno con magistral dialéctica era el comandante Luis Miguel Sánchez Cerro, y empezaron a corear su nombre.

Sánchez Cerro llegó en una avioneta a Lima y cuando descendió quedó a la vista un cholito que no llegaba al metro sesenta de estatura, morocho, aindiado, de tez oscura y pelos hirsutos. Ni siquiera hablaba bien. No tenía preparación y sus modales eran toscos. Los generales lo miraron y tuvieron que cuadrarse frente al cachaquito y llevarlo a Palacio de Gobierno. Así de ridícula era la situación.

La época de Sánchez Cerro estuvo signada por las revueltas de toda clase. El comandante no tenía ninguna experiencia y la situación política se complicó. Apeló apenas a su carácter indomable ganándose la imagen de macho salvaje. Peor aun, a partir de su ejemplo todos se sublevaban en las fuerzas armadas. El 27 de marzo de 1931 un sargento de apellido Huapaya sacó los tanques del cuartel de Santa Catalina, cuyos restos ahora están frente al penal San Jorge, y se fue a tomar el Palacio de Gobierno. Su asonada costó 40 vidas. Pero se sublevaban en todos los cuarteles y en todos los departamentos. Se sublevaban civiles y militares. Ante el caos general, Sánchez Cerro dejó el poder en manos del prelado Manuel Holguín. Aunque los levantamientos continuaron. Durante todo el año de 1931, que varios calificaron como "el año de la barbarie", el gobierno pasaba de mano en mano como una papa caliente.

Finalmente se convocó a elecciones y Sánchez Cerro le ganó a Haya de la Torre por menos de 50,000 votos. Haya denunció fraude y dio inicio a la campaña política del APRA caracterizada por la permanente acción subversiva. Más adelante se le sumó la izquierda marxista instaurada por José Carlos Mariátegui. Ambos sectores emprendieron la tarea de conquista del poder a todo precio, y la política peruana jamás tuvo reposo. Una especie de costumbre maldita por la subversión y la inestabilidad política se instaló en el Perú, con el APRA y la izquierda marxista en franca competencia.

El gobierno constitucional del comandante Sánchez Cerro se instaló el 8 de diciembre de 1931 pero enfrentó problemas de inestabilidad desde el inicio porque los apristas desconocieron su triunfo y empezaron a conspirar ese mismo día. Lo mismo hizo la izquierda. El gobierno de Sánchez Cerro se caracterizó por un iracundo nacionalismo que pretendía reivindicar las fronteras y revisar los tratados de límites firmados por Leguía. Cambió la relación con la Iglesia y con los EEUU. Se ensañó con el ex presidente Augusto B. Leguía, a quien, pese a su edad, encerró cruelmente en una deprimente prisión, en donde murió abandonado. Luego se supo que no tenía ninguna fortuna.

La inquina entre el APRA y el gobierno llegó al punto en que Haya de la Torre se proclamó en Trujillo el "presidente moral" del Perú. Los apristas provocaron desórdenes callejeros, huelgas y tomas de pueblos sin parar. El 6 de marzo de 1932 un joven aprista le disparó un tiro al comadnante Sánchez Cerro y le perforó un pulmón. El caos reinaba. En Trujillo unos apristas dirigidos por el famoso "Búfalo" Barreto asaltaron el cuartel O'Donovan y provocaron una masacre salvaje. Nunca se supo la cantidad de muertos. Esa acción marcó el encono entre el Apra y las FFAA por varias décadas.

El 30 de abril de 1933 el comandante Sánchez Cerro se dirigió al hipódromo de Santa Beatriz para pasar revista a los soldados que se iban a la reconquista de Leticia, luego de la ceremonia subió a al asiento posterior de su coche descubierto, y al partir recibió un disparo por la espalda. El asesino cayó muerto  a tiros por la guardia presidencial. Sánchez Cerro fue llevado rápidamente al Hospital Italiano pero llegó cadáver. Así terminó la aventura de un comandante del Ejército que se saltó los grados, pasó por encima de los generales y se instaló en Palacio.

El corolario de esta historia es que al mejor presidente que tuvo el Perú en el siglo XX, respetado internacionalmente y magnificado por el pueblo con títulos como Wiracocha, lo sacó un simple y desconocido comandante, sin preparación ni aplomo. Díganme si no es trágico y cómico.


Escrito por

Dante Bobadilla Ramírez

Psicólogo cognitivo, derecha liberal. Ateo, agnóstico y escéptico.


Publicado en

En busca del tiempo perdido

Comentarios sobre el acontecer político nacional y otros temas de interés social